En el siglo 21, la oficina nos persigue hasta el baño, acecha reuniones familiares y se infiltra hasta en el cine dominical. Lo que prometía libertad ha generado una esclavitud sin cadenas.

En 1927, convencido de que un trabajador descansado era más productivo, Henry Ford redujo la jornada laboral a 40 horas semanales. Un siglo después, la revolución digital encontró lo contrario: gracias al trabajo remoto, la jornada nunca acaba. 

En el siglo 21, la oficina nos persigue hasta el baño, acecha reuniones familiares y se infiltra hasta en el cine dominical. Lo que prometía libertad ha generado una esclavitud sin cadenas.

Recuerdo el concepto de campaña de una de las empresas de telefonía celular en los albores de la conectividad celular: la oficina era móvil, pero nadie imaginó que sería ubicua y permanente.  

La pandemia por Covid-19 —porque en realidad hay más de una en el ambiente— aceleró una transición que ya estaba en marcha: la tecnología emancipó al godínez de la oficina física, pero nos ató a la mensajería corporativa y a las interminables videollamadas. Antes, salir del trabajo era un acto físico; ahora, desconectarse es un acto de resistencia o una advertencia médica.

El trabajo remoto transformó la casa en un conflicto más. Las habitaciones ya no distinguen entre descanso y productividad, y los horarios laborales son una sustancia amorfa en el calendario que se estira hasta el insomnio. La dinámica familiar también se trastocó: los hijos ven a sus padres en casa, pero estresados y de prisa; las parejas comparten techo, pero no tiempo.

El empleado de 2025 debe estar permanentemente conectado y tener todos los canales hechos apps —aunque no los utilice—. El aparato es un médium en lo que se cumple la promesa de tener al celular dentro del sistema nervioso. Una persona abismada en su pantalla es alguien a quien no se le debe distraer: podría perder el empleo por no responder las demandas de su jefe de manera oportuna, es decir, inmediata.

¿Qué tan conectados tecnológicamente estaban nuestros abuelos y qué tan felices eran? La tecnología incumplió su promesa de aportar mayor tiempo libre por medio de nuevos desarrollos. La tecnología nos permitió trabajar en pijama, pero también nos volvió esclavos de la conectividad. Dudo mucho que la solución sea regresar a los cubículos iluminados por neón, como lo están planteando varios corporativos, sino establecer límites que impidan que el trabajo devore la vida privada y le otorgue al empleado el espacio mental para usar su perspectiva y claridad en aras de sus proyectos laborales. 

Mientras termina por entender si debe responder a Trump con un insulto o con una carcajada, Europa —por ejemplo— legisla sobre el derecho a la desconexión, reconociendo que responder correos a las diez de la noche es una forma de servidumbre moderna. 

El trabajo remoto nos vendió una utopía: trabaja desde cualquier lugar y gestiona tu tiempo con autonomía. Solo que sin regulaciones ni límites claros, esa utopía se convierte en una oficina omnipresente, sin horario de salida. La cuestión no es solo cuándo dejamos de trabajar, sino cómo recuperamos el derecho a vivir sin estar siempre disponibles. Si el progreso significa trabajar sin descanso a costa de los rudimentos de bienestar emocional, quizás sea cierta la versión de que somos un modelo evolucionado de civilización.

Por Eduardo Navarrete, especialista en Estudios de futuros, periodista, fotógrafo y Head of Content en UX Marketing.

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